Esta mañana, al salir de mi segunda clase, cuando en el ratito del recreo me dirigía a entrevistarme con el padre de una alumna de mi grupo que necesitaba hablar conmigo, se me ha acercado mi niño Tourette. Quería decirme algo. Yo sabía que, antes de las vacaciones de Navidad, el último día no vino a mi clase porque tenía que ir al médico que lo trata.
Un saludo relativamente corto pero afectuoso, como suele ser por su parte siempre que se dirige a mí, y mi pregunta para saber lo que quería, ha bastado para que, tras poner su mano derecha sobre mi hombro izquierdo y mirándome fijamente a los ojos y con cara de circunstancias y preocupación, me dijera muy serio «Javier, malas noticias» .
Nada más saludarme he recordado lo del médico y que quedamos en que me informaría de sus avances porque cree en mi y se siente apoyado dentro de la ayuda que yo, que sólo soy su «profe de mates» como dicen los críos, puedo darle.
Me ha dolido escuchar que su médico le dijo que ha caído en picado, que está muy mal. He tratado de animarle, de prestarle mi ayuda en lo que haga falta. Me ha contado que en mi clase de ayer se encontró fatal y, al preguntarle por el ambiente, los compañeros y todo lo que le rodeaba, confiesa que fueron las ecuaciones que hemos comenzado a hacer. Le he tratado de hacer ver que se las puedo explicar cuando y dónde quiera, que ese no es el problema, que él vale mucho más que todas las ecuaciones de todos los libros juntos y que debemos vencerlas y que, si no se puede, tampoco se acaba el Mundo. Se trata de buscar la forma de avanzar, de ser fuerte y plantar cara al desaliento que le está machacando. La idea de los amigos para salir cuando note que se está yendo abajo no sirve porque me ha dicho que no tiene.
Ante todo esto me siento mal. Poco puedo hacer cuando me dice que se dirige a ver a la orientadora del centro para ver si lo puede atender en algún momento. Un ratito después me lo encuentro por las pistas de deporte y me cuenta que va a quedar con él un día para hablar. Añade que cuando vaya el viernes al médico, al que tiene que volver para subirle la dosis y que no siga cayendo en picado, vendrá a contarme lo que le mande tomar. Este crío confía en mí y sólo porque cuando viene le escucho, le doy algunas palabras de ánimo y le ayudo a ver el horizonte algo más claro.
Estas navidades en una cena entre psicólogos y pedagogos y alguna persona más, coincidí con el orientador que lo llevó en Primaria. Me preguntaba si conocía a este chico y me hablaba de la gran persona que era, que él personalmente vino a nuestro centro a traer información sobre el alumno por considerar que era un caso que merecía la pena que no se perdiese en el grupo, dando pautas para tratarlo para que fuese poco a poco saliendo a flote como hasta aquel momento.
Hoy dos cursos casi después, nadie ha comentado absolutamente nada a los profesores que damos clase a este alumno del problema que tiene. Recuerdo que en la primera reunión fui yo quien tuvo que decir que este chico tenía el síndrome de Giles de la Tourette a mis compañeros. Todavía en este momento nadie, repito absolutamente nadie, ha dicho nada de nada. Eso sí, a pesar de la información que el orientador anterior se molestó en traer en persona, este chico fue ubicado en el peor grupo que se ha conocido en la historia de nuestro centro, en el que el ambiente relajado que necesita nunca pudo darse y, más aún, fue machacado por algunos de sus compañeros impunemente, sin ningún pudor lo que trajo como consecuencia un montón de faltas de asistencia, y nunca pasó nada.
¿Desconocimiento? ¿Negligencia? En cualquier caso el perjudicado siempre es el alumno que tiene que sufrir este tipo de situaciones de incompetencia y a mí me desespera. No lo puedo remediar. Me hierve la sangre.
Javier
Lcdo. Ciencias de la Educación